miércoles, 7 de agosto de 2013

El Recuento de los Daños

Corazón de cristal estrellado

    “Si no te gusta puedo preparar otra cosa”, me dijo Lihuén al ver mi apatía por comerme el almuerzo que me había preparado. Yo regresé de mis pensamientos para devolverle una sonrisa apenada y seguí comiendo. Otra tormenta, desesperación, caos...y ahora calma, abrumador e insoportable silencio. Otra vez perdida, otra vez a volver a empezar. No podía dejar de pensar en si ésta será la condición de mi vida siempre, si será una maldición que debo romper, si será un acertijo que debo resolver. La adivina me había preparado un almuerzo delicioso sin siquiera pedirme que me levantara de la cama, estaba conmigo tratando de animarme pero yo no podía sacudirme estas preguntas que resonaban tanto en mi cabeza como en mi corazón. Quizás este último ya tenía las respuestas y el profundo dolor que sentía se debía a que mi razón apenas estaba aceptando las cosas en vez de negándolas. “Gracias por todo, Lihuén”, comenté con voz entrecortada y lágrimas en los ojos. Ella descansó su cuchara en el plato para tomar mi mano con fuerza, yo correspondí su gesto con mi mano y no pude evitar perderme en mis pensamientos nuevamente. Terminamos la comida, me levanté de la mesa y después de lavar los trastes sucios comencé a caminar sin rumbo fijo.

    Mi cabeza se había vuelto mi refugio desde aquel día en el hospicio. En ella repasaba eventos pasados y les fabricaba nuevas conclusiones cuando los hechos eran demasiado dolorosos. Platicaba con personas que ya no están en mi vida sobre lo que había pasado desde que había dejado de verlas y les pedía su consejo, a veces hasta podía escuchar sus voces respondiéndome, consolándome, guiándome. Conversaba conmigo misma, aunque no siempre fui mi mejor compañía, me presionaba demasiado para encontrar un nuevo plan, una nueva dirección, un nuevo camino que sí condujera a alguna parte para variar. En los peores momentos en mi mente sólo podía escuchar gritos míos, de gente conocida y de voces que nunca había escuchado en mi vida, pero aún así vivir dentro de mi cabeza era mejor que aventurarme al mundo en el que había encontrado tanto sufrimiento. Para mis amigos me había vuelto aún más introvertida, sólo compartía un par de frases con ellos en un día normal. Para los demás había perdido completamente el habla, muchos aseguraban que me había vuelto loca y que ni siquiera estaba consciente de lo que pasaba a mi alrededor. No era cierto, siempre supe lo que pasaba en mi entorno, simplemente dejó de ser un lugar al que me gustara regresar. Todo este tiempo me dediqué a tocar mis tambores, a caminar, a vivir dentro de mi misma y a buscar algo por lo que valiera la pena regresar al mundo.

    Se dice que todo pasa por una razón y quizás mi nuevo hábito de introversión me cayó del cielo en estas circunstancias. El ser parte de la comunidad de la Feria me ha enseñado mucho acerca de los prejuicios de la gente, particularmente la del pueblo, para quienes somos el constante recordatorio de que existe una forma de vivir que no encaja con lo “aceptable” según sus estándares y nos desprecian por eso, pero últimamente mis caminatas por la “Tierra en blanco y negro”, como le llamamos al pueblo en el parque, habían sido particularmente tediosas. Siempre había sido blanco de los chismes de la “gente gris” pero ahora lo que se murmuraba sobre mí atacaba directamente su rígido esquema de valores, cosa que no iban a dejar pasar. Mi presencia en ese lugar era más que repudiada pues se decía que yo había decido terminar mi embarazo porque el padre del bebé concebido fuera de matrimonio que llevaba dentro de mí vivía en el pueblo y no se había dejado sonsacar por mí para dejar a su mujer e irse a vivir conmigo y con su nuevo hijo a la Feria. Como si yo disfrutara tanto la compañía de la gente de ahí como para querer formar una familia con uno de ellos. El hospicio fue atacado también con los dimes y diretes de la gente. Afirmaban que el doctor que me había hecho el legrado sacaba dinero de las mujeres en mi situación, que era corrupto y un criminal, que no merecía tener contacto con niños porque seguramente les estaba enseñando a vivir una vida retorcida como la de él y hasta colocaron una manta en la reja del hospicio que decía “Asesino” con letras rojas. El acoso se volvió tan insoportable que el doctor decidió marcharse un tiempo y dejó a una enfermera en su lugar mientras se calmaban las cosas.

    Por todo esto es que mis amigos me aconsejaban que mis caminatas no pasaran de los límites de la Feria pues temían por mi seguridad, pero yo estaba inmersa en un trance emocional en el que no me molestaba en lo absoluto lo que se dijera en el pueblo de mí, al contrario, me intrigaba la reacción de la gente. Me preguntaba cómo era que podían llegar a odiar tanto a alguien que no conocían por situaciones que les eran completamente ajenas. Y ciertamente también me preguntaba quién era a quien yo se supone quería sonsacar para que fuera a vivir conmigo en el parque. El bebé era de Dalibor y él era un artista de la Feria igual que yo. Tenían razón en eso de que lo habíamos concebido fuera de matrimonio, pero la mayoría de las familias de donde yo vengo son así y no se había armado tanto alboroto. No tenía idea a quién se referían y hasta cierto punto me provocaba algo de curiosidad. Tampoco sabía cómo fue que se enteraron de que esperaba un hijo, no era como si se me notara el vientre aún, pero supuse que alguien de la Feria habría hecho algún comentario cerca de algún pueblerino morboso. Todo el asunto me parecía entretenido y a la vez ajeno, como si se tratara de una novela de misterio y no de mi propia vida, y es que de esa manera había estado viendo el mundo hasta el momento, como si yo no participara en él, completamente externo a mí.

    En la Feria las cosas no iban bien. El dueño había decidido no invertir en nuevos números debido a que la gente del pueblo ya no frecuentaba tanto el parque debido al escándalo que yo había provocado sin querer. Sólo se aparecían algunos de los clientes frecuentes, uno que otro cliente nuevo con niños increíblemente insistentes en querer subirse a los juegos mecánicos, los jóvenes que aprovechaban los descuentos en los juegos de destreza para ganar regalos para sus novias, gente que llegaba a escondidas con urgencia de consultar a Lihuén para ver qué le deparaba su futuro, no más. Los espectáculos se habían reducido a un show cada tercer día, lo que me daba mucho tiempo libre para vagar por ahí haciendo conjeturas sobre el comportamiento de la gente, pero también más tiempo para cuestionar mi relación –si es que podía seguir llamándola así- con el Arlequín.

    Cada vez lo veía menos, se iba días enteros a buscar otro empleo bajo el pretexto de que la situación financiera de la Feria iba en decadencia. Yo prefería no profundizar mucho en el tema, todo lo veía ajeno a mí y esto no era la excepción. Tal vez si hubiera hecho más preguntas o si hubiera traspasado esa pared de insana indiferencia tan sólo un instante dejándome empapar de realidad hubiera visto la verdad. Esa verdad que describimos como tan elusiva pero que sinceramente siempre está frente a nuestras narices, sólo que nos negamos a afrontarla. Yo quería seguir sintiéndome ajena al mundo, quería evitar a toda costa el sentimiento de culpa que invariablemente llegaría al darme cuenta de que todos mis amigos y toda la comunidad de la Feria estaban sufriendo por mi culpa aunque yo no lo hubiera querido así. No, yo no quería ser la mala del cuento.

    Durante otro de mis diálogos internos fue que llegué al mercado del pueblo, creo que ni siquiera tenía previsto ir a ese lugar pero quería comprar algo para Lihuén en agradecimiento por su cariño y su apoyo en todos mis momentos más difíciles. Ni bien crucé el umbral de la puerta todos los pueblerinos ahí presentes guardaron silencio, cosa que me distrajo de mi conversación conmigo misma. Sin decir palabra bajé la mirada y me disponía a regresar a mi plática mental cuando vi una cara familiar en aquel mercado. Una cara familiar en una situación totalmente extraña. Era Dalibor tomado de la mano de la hija del alcalde del pueblo comprando víveres. Ella cargaba con su brazo libre a un niño pequeño de piel morena como ella y con ojos de color gris-azul. En ese momento entendí lo que había estado pasando en todo ese tiempo. Sentí que el color se me iba del semblante. Fue un momento apabullante, como si la realidad me aplastara al caer sobre mí tan rápidamente. La pareja volteó hacia la puerta para averiguar qué era lo que veían los demás y notaron mi presencia ahí, inmóvil, sin poder apartar mi vista de ellos. Ella puso al niño en los brazos del Arlequín y caminó hacia mí.

    -          “Buenos días. Mi nombre es Damia, supongo que tú eres Fénix”, me dijo de manera cortante.
    -          “Soy Fénix”, respondí suavemente.
    -          “Mira…Fénix…creo que ya es tiempo de que dejes a mi marido en paz, ya hemos tenido suficiente. Por lo visto no entiendes que somos un matrimonio feliz o ya hubieras dejado de molestarlo hace mucho”, exclamó.
    -          “Creo que no comprendo lo que dices”, le contesté después de ver cómo él se alejaba con el niño hacia los puestos del fondo del mercado.
    -          “¡Pues sí, mujer, que ya no lo estés buscando a cada rato por aquí ni andes de ofrecida con él, que ya está cansado de que le ruegues!”, dijo con molestia en su voz.
    -          “Pero si yo no le ruego a pesar de que rara vez llega a dormir a nuestra casa ya”, le comenté extrañada.
    -          “¿Nuestra casa? No cabe duda de que estás más loca de lo que te describió mi marido. Llevamos dos años de matrimonio, él vive conmigo y sólo sale de casa cuando necesita viajar por su trabajo, ese niño que trae en brazos es nuestro”, argumentó moviendo la cabeza con incredulidad.
    -          “¿Dos años? ¡Pero si es mi pareja desde hace cinco, a todos los trabajadores de la Feria, que es donde trabaja como arlequín, les consta!”, le contesté alterada.
    -          “¡¿Arlequín?! ¿De dónde sacas eso? Nosotros tenemos un viñedo, él vende nuestro vino a los pueblos de los alrededores, por eso viaja tanto. Y no me importa lo que tú y los demás fenómenos de esa Feria tengan que decir, de igual forma ya estoy harta de ustedes. Propondré que ya no los dejen entrar a este pueblo” exclamó con prepotencia y comenzó a dirigirse a donde estaba Dalibor.

    Yo me quedé petrificada unos instantes en el mismo sitio y cuando pude recuperarme de la sorpresa inicial los alcancé en los puestos del fondo del mercado.
    -          “Dalibor”, me dirigí al Arlequín con tristeza pero él sólo volteó a verme y me dio la espalda.
    -          “Ignórala, está loca, no entiende razones”, le dijo Damia.
    -          “Habla conmigo, Dalibor. Sólo quiero saber por qué lo hiciste”, me seguí dirigiendo hacia él sin conseguir que me mirara siquiera.

    Emprendí el camino de regreso a la Feria con más pesadez que ganas de llegar. No podía creer que había pasado esto y a la vez sentía algo de alivio por saber a ciencia cierta lo que debía pensar respecto a mi “relación” con el Arlequín. Me dolía mucho la manera en que me engañó, no había ninguna necesidad. ¿Por qué inventar que yo lo acosaba, que no lo dejaba en paz, por qué no simplemente decirme que ya no me quería y que se marchaba, qué ganó con tenerme de lado? ¿Por qué Damia, por su dinero, porque quería un hijo y ella sí quiso dárselo, porque es la hija del alcalde? Era una mujer de belleza muy extraña, de baja estatura, piel morena y cabello crespo, y especialmente conocida por su prepotencia. Ahora entiendo por qué no quería que naciera mi hijo, no tenía contemplado que yo me decidiera a tenerlo aunque hubiera sido concebido por accidente…y él ya tenía uno.

    Me recosté en un pequeño prado casi al llegar a la Feria pues sentía que me fallaban las piernas. No quería llegar a casa, no quería llegar sabiendo que Dalibor no regresaría. No quería ver las pocas cosas que había dejado abandonadas en el remolque con la intención de hacerme creer que quería estar conmigo. Quería que el mundo se detuviera en lo que ordenaba mis sentimientos pero seguía moviéndose, atropellándome a su paso. Quería morir, desaparecer. No. Quería a mi Arlequín a mi lado y él había decidido salir de mi vida de la peor manera.

2 comentarios:

  1. A: Me da muchísima felicidad leer tus palabras de nueva cuenta, además me recuerdas como las letras son medicina para el corazón, y por si fuera poco me motivas a tomar de nuevo la iniciativa de escribir. Sé lo doloroso que suele ser, y aprecio muchísimo leerte, y que "literalmente" el Fénix se levanta de sus cenizas. Gracias A.

    ResponderBorrar
  2. Muchas gracias por tus palabras, Lalo. Me alegra mucho que te inspire a escribir. Como dices, las letras son medicina para el corazón y aunque duela plasmarlas en papel o en una pantalla, son el mejor testigo de nuestra propia historia, son nuestras cómplices a la hora de contar nuestras alegrías y nuestros pesares, pero sobre todo, son una extensión de nosotros mismos.

    Nuestras palabras son nuestro legado, lo que nuestros seres queridos van a recordar de nosotros cuando tengamos que partir hacia nuevos escenarios. Ya sea que las hables, las cantes, o las escribas, no dejes de hacer llegar tus palabras a quien tú quieras que las escuche.

    Te agradezco mucho tu comentario. Te mando un abrazo muy grande.

    ResponderBorrar

¡Gracias por visitar el Laberinto Cristalino! Déjame tu mensaje - Fénix.