Había olvidado esa ráfaga de adrenalina que corre por
el cuerpo aún después de una función. Ese sentimiento de que todo está bien en el mundo y
que puedes hacer lo que sea es la mejor medicina para un corazón roto; aunque
no lo enmiende, al menos por un efímero instante, las penas se vuelven música y
las angustias se ahogan en aplausos. La “terapia de escenario”, como llama Layla
a mi reencuentro con los números principales de La Feria, ha sido una de mis
grandes motivaciones para salir de la cama todos los días. Poco a poco mi vida
va tomando forma otra vez después de verla desintegrarse con la partida del
Arlequín.
El tiempo no ha pasado en vano desde que me reencontré con
Layla en su tienda aquella noche. No sabía que la extrañaba tanto. Ojalá
hubiera podido decirle lo arrepentida que estoy de no haberme quedado con ella,
que aún hoy no estoy segura si decidí quedarme con Dalibor porque realmente
quería una vida a su lado o por miedo a perseguir nuestros sueños juntas, y lo
mucho que significa ella para mí. Echaba tanto de menos esa pasión con la que
habla de combinaciones de color y de las sutiles diferencias que existen entre
tantas clases distintas de papel. La extrañaba a ella, su voz, la calidez de su
compañía, su peculiar mundo de emociones plasmadas en lienzo y sus abrazos con
olor a tinta. Esa noche platicamos solamente un par de horas, nada comparado
con las veces en que pasábamos la noche en vela creando historias en las que
convergían nuestros universos, pero ese tiempo bastó para darme cuenta de lo
mucho que había perdido a cuenta de Dalibor – o a cuenta mía bajo ese pretexto.
Jamás mencioné el nombre del Arlequín en esa conversación y ella nunca
pronunció un “te lo dije”, pero hubo instantes en que sus ojos no pudieron
ocultarme el dolor que yo le había causado ni el resentimiento que ella le
guardaba a él.
Lo que era cierto es que yo había dejado que mi vida se descarrilara, mientras
descendía en espiral por la desesperación y la angustia de perder a quien amaba
más en el mundo, había abandonado todo aquello que me hacía feliz antes de
estar con él. No había tocado mis tambores en meses, mi estancia en la Feria
había traído más pesares que alegrías para todos y tenía suerte de que el dueño
me dejara conservar mi remolque. Los meses siguientes fueron como despertar de
un letargo que me impedía ver cómo mis mayores deseos se evaporaban y ahora no
tenía idea de por dónde empezar a reparar el daño. Me sentía sola, traicionada
y aterrada por un futuro incierto. Le lloré tanto a nuestros planes sin
concretar, a las pequeñas bromas que no le pude contar y que sé que le habrían
divertido, al “nosotros” que nunca fue. De a poco me fui fabricando una rutina
diaria: Despertar – vestirse – comer – ensayar – tocar en la función – dormir –
repetir, y con el tiempo, dentro de este monótono bucle fui encontrando nuevas
alegrías, nuevas experiencias, y nuevos comienzos.
En mi afán por escapar de mi pesadumbre he sido aprendiz voluntaria de
todas las disciplinas en la Feria que me han recibido. Ahora sé cómo mezclar
los óleos para aplicarlos en el lienzo, cómo preparar el té para las lecturas,
cómo condimentar las palomitas de maíz para que queden en su punto, cómo balancearme
en un monociclo, y hasta cómo es que se debe escupir el combustible para convertirse
en la verdadera encarnación de un dragón sin morir en el intento. Me he atrevido
a dejar que gente nueva entre en mi vida, he visitado lugares que jamás pensé
que existieran, he vuelto a involucrarme en el mundo – y todo gracias a la insistencia
de Layla, mi cómplice en tantas aventuras antes inimaginables. Mi vida dista
mucho de lo que era no hace tanto tiempo. Y, aunque me siento infinitamente
afortunada por mis nuevas amistades y mis increíbles peripecias, no puedo
evitar extrañar a Dalibor de vez en cuando. No voy a negarlo, cuando recién
empezaba esta vida tan diferente, procuraba recordar todo lo que había pasado
en el día por si alguna vez podía contárselo. Repasaba cada momento, cada sitio,
para tener presentes los detalles por si algún día él estaba ahí para escuchar
la anécdota. Sin embargo, las historias se acumulaban y se hacían cada vez más
difíciles de explicárselas a alguien que no conocía ni las circunstancias, ni
los lugares visitados, ni a la gente implicada. Dejé de guardarle historias
cuando me di cuenta de que tardaría más en explicarle el contexto que el relato
en sí, eso significaba que él ya no estaba involucrado en absoluto en mi vida –
y que no iba a volver.
Hoy fue una de esas noches en las que el fantasma del Arlequín y mi vida
a su lado me llenaron de melancolía por otros tiempos. Me escabullí dentro del
Laberinto de Cristal como en conmemoración a un pasado distante que recuerdo
con cariño pero al que no quiero regresar jamás. Mi atracción favorita siempre
me dio una cálida bienvenida, pero esta vez no pude evitar sentirme desencajada
del lugar. Quizás han cambiado demasiadas cosas, quizás no le ha dado tiempo a
mi corazón de cambiar a la misma velocidad que mi exterior, probablemente el
problema sea que veo a esos cambios como una pantalla para distraerme de lo que
siento. Casi no reconozco a la persona en el espejo frente a mí. Su ropa, su
figura, su maquillaje y su cabello, que últimamente han sido enaltecidos con
incontables cumplidos, se ven muy diferentes a lo que recuerdo. Examino mi
reflejo una última vez como buscando a la persona que fui, pero ella está tan
lejos de aquí. Pienso que quizás a quien extraño es a ella y no a Dalibor – la extraño
a ella antes de Dalibor.
- “¡Fénix, se nos hace tarde para la fogata!”, exclamó Layla
apenas me vio regresar a mi remolque.
Toda mi nostalgia pareció desvanecerse al ver a la caricaturista
emocionada por una nueva aventura. Me apresuro a arreglarme un poco para
comenzar lo que seguramente será una fascinante noche, como todas la que he
pasado con ella. Me imagino que un día el destino nos llevará lejos de aquí,
tan lejos que el recuerdo del Arlequín no pueda alcanzarme.